Portugal -Parte I-
Antes de salir de Madrid preparé mi documento estrella de identificación, el pasaporte, que junto al impune carné de periodista servirían para demostrar a los agentes migratorios mi nacionalidad y mi calidad de visitante en estas tierras lusitanas. El bus de Auto Res iba con la parsimonia dictada por las carreteras, regalándole a través de sus cristales paisajes que eran devoradas por las pupilas de los viajeros. Resultó que no, que nunca utilicé esos documentos. Nunca identifiqué el momento en que traspasabamos la frontera que separa el portugués con el español. De la nada, los rótulos comenzaron a marcar el ritmo del viaje en otra lengua. Ya no era Bienvenido, ahora era ¡Bem-vindo!, la Ciudad se había convertido en Cidade y de Carretera pasaba a Estrada. La estación de radio vomitaba frases con aires de romanticismo, propios del portugués. Ahí estabamos. Presas de la emoción al cruzar la frontera imaginaria y vernos cerca de la aventura de conocer en tres días lo impresionante de la antigua Portugal. Mientras los colegas viajeros compartían sus experiencias en las redacciones españolas, y luego de casi ocho horas de viaje, cruzabamos el puente Vasco da Gama -o 25 de abril, no recuerdo muy bien- y ver cómo se desvanecía la luz y pintaba con sus rayos a la ciudad que se ponía frente a nosotros. Un respiro profundo recostado en la ventana del asiento 13 del bus me dibujó una sonrisa mientras recorríamos los últimos kilómetros antes de aparcar en la Estación de Oriente.
Mientras recogíamos el equipaje y veía a Jorge, Jenny, Helen y David colocar sus mochilas en una de las bancas metálicas, trataba de digerir el momento. A partir de ese momento inció la aventura, y el primer reto era ubicar el hotel en un lugar donde no conocés nada, llegás totalmente en blanco y encima de ello a escuchar un idioma diferente al tuyo, era la aventura. El primero encuentro fue con el chófer del bus amarillo ruta 750 Algés, para no tener problemas de comunicación le dimos una tarjeta con la dirección del hotel y aseguró que nos dejaría cerca del lugar. Creo que de tanta insistencia que nos alertara cuando estuviésemos cerca le hizo bajarnos en una parada que distaba del punto objetivo. Gracias al don de parla que posee el compañero David logramos identificar el punto y maldecir al chófer que casi hacía perdernos. Luego de saciar momentáneamente el hambre retomamos el camino y montamos la misma ruta de bus hasta llegar al hotel y descubrir que dormiríamos bajo la brisa y la sombra de los árboles.
Instalados en el bungalow 12 del Lisboa Camping, quisimos tomar un respiro y dirigirnos a un encuentro con la avanzada del grupo la cual estaba conformada por Mario, Rocío, PP y Laura. Felices devoraban los Pais da Belém, en el barrio con el mismo nombre, mientras el resto de aventureros reclamábamos desde la venta un bocado del famoso postrecillo. Era nuestra primera noche en Lisboa. No queríamos dormir, a pesar del cansancio del viaje. Montamos un tranvía del siglo pasado con dirección a Alfama. La luna roja que se quemaba sobre el Cristo Rei bañaba los mosaicos de la Plaça de Comercio, provocó que bajaramos estrepitosamente del tranvía amarillo y correr como buscando herencia para elevar nuestro espíritu al cielo. Levantar los brazos, cerrar los ojos y dejarse llevar por el momento era imprescindible. Luego giramos y Luz Jenny rebosaba de felicidad al contemplar la imponente Plaza de Comercio que se desnuda plácidamente al mar y que abre el camino a un arco del triunfo espectacular a través de la Rua Augusta -construída alrededor de 1848-, la luz amarilla de los bombillos iluminaba la moribunda estatua a José I en el centro de la plaza. Nos reímos, tomamos fotos, todo en un canto alunísono de contemplación.
Caminamos y no sabíamos qué hacer. Si ver como nuestro calzado jugaba con las pequeñas piezas de los mosaicos de la ciudad o dejarnos seducir por las imágenes de la historia pintadas en los azulejos de las paredes. Daba igual, digerirlo dependía de nuestros sentidos y del momento. Caminamos rumbo al barrio de Alfama. El centro de la cultura de Lisboa. El lugar donde refulgen los destellos de las clavijas de la mandolina y la guitarra, rasgadas por las manos arrugadas dándole vida a los acordes tristes del Fado. Voces femeninas y masculinas rezando melancólicos estribillos. Era un viaje a través del tiempo, y no era necesario cerrar los ojos o imaginarse otro momento. Los callejones, la decandencia de las paredes y puertas, y ventanas, y todo.
Comentarios
MUY BUEN RELATO ESWIN, ¿PARA QUE LEER WILLIAM SHEKESPEARE? SI CON SUS RELATOS LO IMAGINO TODO.