La realidad en que vivimos

Es difícil pensar otra realidad. Una por ejemplo en la que no haya que bajarse de la banqueta para esquivar el excremento mañanero. O remangarse los pantalones para no arrastrarlos en la agüita amarilla que recorre las ranuras del concreto en las aceras.

Hoy es un día de esos, en los que pienso, mientras me sujeto al tubo acerado del autobús Llano Largo, que probablemente haya una realidad más cierta que la que entra en mis pupilas cubiertas con legañas. Esa, la que pregonan los visionarios y la que imaginan mientras conducen sus Mercedez o Beemesdoblevés. Podríamos llamar la “realidad privilegiada”. La que dicen los números que elaboran y calman los nervios con un alentador: ¡Vamos por buen camino! Quizá, sí. Quizá.

Entre zarandeo y zarandeo de las paradas y los grandilocuentes aullidos del ayudante (me pareció gracioso que en Panamá les llamen 'secretarios'), procuro cerrar los ojos e imaginar que el viejo que camina con una bufanda vieja, pantalón de lona duro, barba recia y frotándose las manos por un sendero de la Calle Martí no padece el hambre que aparenta, o talvez la niña que procura vender el matutino lo hace como un ejercicio de trabajo de campo en la escuela y no lo hace para procurarse la cena de esta noche.

Es lunes. Seis de la mañana. Viento frío. El viejo ve un trozo de quién-sabe-qué, lo sacude y lo introduce en una de sus bolsas, mientras la niña cobra los quetzales del diario vendido. De pronto, el joven que viaja a un costado me saca del trance, solicitando la parada siguiente, con un vigoroso chiflido que deja un eco agudo en mi tímpano. Sí, quizá, las cosas no sean tan malas como aparentan. Llego a la parada de la octava avenida de la zona 1 y, allí, recostada en la columna de una pandería, las manos en las orejas y los ojos cubiertos con gruesas lágrimas, una joven de 25 años es consolada mientras se comenta: “Hijos de puta (con un acento fuerte en la 'p'). Deberían de matar a todos los cacos”.

Me sorprendió la capacidad que tienen muchos de someterse a un mundo imaginario ignorando cómo se desmorona todo alrededor. Y probablemente esa la condición que hemos alcanzado en el país: alcanzar a ignorar y llenarnos de legañas los ojos, dándole vida a ese instrumento ciego para la autodestrucción que dijo Simón Bolívar.

Por la tarde, veo en la portada de La Hora la fotografía de una doctora acariciando la pequeña cabeza de un recién nacido, extraído del vientre de su madre asesinada. Con siete meses de gestación ya supo de la realidad guatemalteca. Crecerá, probablemente con su abuela y cuando pregunte por su madre, le dirán que el mundo tal como lo ve en la televisión no existe. Esa, es otra realidad.

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