Cabeza

Es fácil perder la cabeza. El problema es que cuando aparece, ya no es la misma, por cosas de continuidad viene cargada de pensamientos indescriptibles que te obliga a sentarte y ordenarlos, seleccionarlos y echarlos a la basura de las ideas. Me pasa muy seguido eso, y para ser franco me gusta cuando la cabeza se encuentra en ese estado de letargo, abstraída y viajando por lugares en que mi cuerpo no se ve afectado, creo que es una buena forma de sentirse en paz. La cosa es que son pequeños momentos en las largas jornadas, y de pronto, ¡zaz! se pega nuevamente en el armatoste conectándose con la telaraña de emociones que crispan el inconsciente y sofocan nuevamente el ritmo de vida.
Me gusta sentirme ocasionalmente en el aire. Levantarme, comer, salir, caminar atravesando el viento, conversar con desconocidos, halagar el color de sus camisas y reírme por el mal chiste que contaron. Comprar un café y sonreirle a la mesera mientras contemplo su figura delineada por el delantal. Llevar el olor de ese capuchino hasta el fondo de mis pulmones con la ceremonia de los ojos cerrados. Salir a la calle en chanclas, pantaloneta y una playera blanca, sin ducharme, un domingo.
No darle motivos a mi mente de condenarme a malos pensamientos, aunque sea por un minúsculo espacio en mi vida, no dejarme atrapar por la razón y cuestionar lo cuestionable, maldecir por vivir condenado en un lugar condenado, recriminarme por sentirme incapaz de transformar el entorno de quienes me rodean, apalear la amnesia colectiva de mis coterráneos, en fin, envolverme con el pesimismo que equilibra mis días. Ojalá que pudiera extraviar la cabeza más seguido y permitirme un sendero menos espinado en búsqueda de la tranquilidad, y que esos lapsus no vengan a empeorar las cosas, mucho menos en estos días pálidos, inactivos y llenos de falsa solidaridad.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Un español perfecto

Como en feria

Despertar