Pelea
Nunca he sido bueno para pelear. Y ahora que me lo preguntan, solo he estado en dos peleas. Una por acumulación de adrenalina y otra por mula.
No estoy seguro si fue en primero o segundo básico. Eso no importa. Fue en un instituto solo de hombres, -solo con eso ya se imaginarán los problemas que se formaban-. Quizá era en segundo, porque ya había pasado de ser el niño acosado a ser un niño que podía acosar -aunque yo nunca lo hice, la verdad-.
Tampoco recuerdo el nombre de mi instigador y quien me sirvió de contrincante es esa mi primera pelea. Lo cierto es que desde que iniciaron las clases la traía contra mí. El muy desgraciado. No era ni mucho más grande que yo, ni mucho más fuerte. Pero creo que encontró en mí su pendejito a quien joderle la vida. Lo había encontrado, lo acepto, pero llegó un punto en que la desesperación minó mi tolerancia y mis ánimos pacifistas y en un momento, que no recuerdo muy bien, le lancé un puñetazo. Para mi mala suerte, se hizo a un lado y logró esquivarlo. Nimodo, al recuperar la postura ya tenía un sopapo que buscó mi estómago, pero por dicha no llegó muy fuerte y pude controlarlo.
En ese punto la adrenalina se había apoderado de mí, casi toda alimentada por el nutrido grupo de espectadores que nos hicieron rueda en cuestión de segundos -la gente siempre hace tumulto de la nada-. Así que tuve que enfrentar la pelea. Era la primera en mi vida. Me sentía como un mono que necesitaba hacer cualquier cosa para que los demás lo adoraran o lo despreciaran. Esa también es otra cosa que provocan las peleas, o sos verdugo y vencedor o quedás como todo un maje. Claro, en ese momento no me dio tiempo de pensar muchas cosas, y antes de que se dejara venir otro golpe reaccioné y lancé el gancho desde abajo, con el brazo derecho. Falló el puño pero le enfilé el codo en la mandíbula. Mi contrincante se tapó la boca con ambas manos y de las comisuras de los dedos comenzó a brotar sangre. ¡Híjula! Pensé. Le rompí la boca. Mi papel de agresor pasó a protector. Las lágrimas comenzaron a confundirse con la sangre, y ésta, escandalosa, empapó la camisa blanca del uniforme.
Manuel, se llamaba, ya me acordé.
-Vos, Manuel, le dije.
-Dejame ver, no chingués. Mi duda no iba encaminada a ayudarle, sino a alimentar el morbo del daño que le había hecho.
El chavo no podía hablar. Pasaron como diez minutos, y el tumulto de gente seguía ahí, apostado sin hacer nada. Tomé un pañuelo que tenía -los maestros nos obligaban a cargar siempre uno o nos castigaban, y en ese momento pensé para qué eran buenos-, y logré separarle las manos de la boca.
No me lo creerán, pero Manuel tenía el labio inferior perforado por un colmillo. No sé cómo logró pasarle eso. Era prácticamente una herida imposible, a mí me pareció imposible.
Y como era predecible, llegó la maestra de matemáticas -a veces le echo la culpa a ella y su media hora habitual de retraso para darnos clases-, y alarmada por la cantidad de sangre, se llevó a Manuel a la enfermería y a mí a la Dirección.
No diré lo que pasó ahí. Sobre todo porque no lo recuerdo, la verdad. Tenía aún la adrenalina subida y las manos me temblaban. Solo pensaba en Manuel. Lo juro, nunca había visto hasta ese momento una herida así de imposible, Manuel no podía hablar porque sentía que si movía la boca el labio se le partiría en dos.
Salí de la Dirección y el tumulto seguía ahí. Llegué al salón y varios chavos llegaron a preguntarme sobre el paradero de Manuel. No les respondí, aún me temblaban las manos. Tomé mi mochila y me fui a disfrutar de mi semana de suspensión.
¡Diablos! Qué herida más fea, seguía pensando en la camioneta que me llevó hasta la casa. Yo no sé ustedes, pero me parecía imposible que un labio quedara atravesado por un diente de esa manera. Pasó mi semana de descanso obligado -más el otro castigo impuesto en mi casa por lo mismo-, y cuando volví, Manuel tenía cosido el labio. Me acerqué y me vio de reojo.
-Perdón, le dije.
No me contestó, y era obvio.
Creo que pensó en vengarse, pero entre tanto número de la clase de matemática se le olvidó.
Esa fue la primera vez que me peleé. La segunda vez, quizá se las cuente después, ahora sacaré de mi mente esa cara desfigurada de Manuel.
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