Cuando vimos el mundo a través de ventanas

Un hombre y un niño en la puerta de su vivienda en el asentamiento 15 de Enero. Foto: Tomada de la cuenta de Instagram de Luis Echeverría (Clic aquí para ver su material gráfico)


Me di cuenta que este blog llevaba abandonado cuatro años y siete meses. Una desatención de 1,676 días desde la última vez que publiqué algo.

No me lo perdono.

Pero ahora que tengo un poco de tiempo extra,

mucho tiempo extra,

todo el tiempo del mundo.

Procuraré ser más diligente con este espacio.

En el futuro nos dará una extraña nostalgia recordar cómo fuimos en estos días. Que, si bien ya se están escribiendo libros, algún o alguna novelista cocina ya sus ideas para un texto de alto calibre, siempre será muy interesante contarnos a nosotros mismos —a través de lo que escribamos— sobre esta interrupción en nuestro agitado ritmo de vida.

De momento todo lo vemos a través de ventanas. Las puertas se han cerrado y solo quedan las ventanas abiertas. Ventanas y balcones. Un reducido espacio de contemplación.

Hay ventanas donde apenas entra viento acompañado del murmullo de una naturaleza agradecida por la mermada presencia humana.

Es fácil identificar sonidos.

Esa, es una motocicleta.

Eso, es un móvil de viento de algún vecino.

Esos, son los delicados pasos de un gato.

Eso, es el balanceo pausado de una ventana oxidada a medio cerrar.

Eso, es el furiosa compresión de un motor de tráiler en la avenida.

Eso, es el silencio.

Pero el silencio también ha llegado cuando hemos querido —o lo hemos necesitado—. Existen esas ventanas que no han dejado de arrojarnos otro tipo de ruido.

Muy poco nos hemos querido desprender de los teléfonos-y-wifi-y-redes-sociales.

De pronto llenamos de desperdicios nuestro silencio.

Por nuestra mente aparecen frases en fade to black: "Nuevos casos suman tantos casos más", "la curva está así", "la crisis apenas empieza", "los bancos serán los remedios postapocalípticos", "más casos", "el primer ministro de cualquier país está grave", "cualquier nación ruega al FMI por fondos para la crisis", "sobreprecios", "crisis", "más casos", "más muertes".

Después llega la ansiedad. El miedo. La incertidumbre.

Para calmar esa intranquilidad nos refugiamos en cosas que nos reaniman.

Rebuscamos aquel libro incompleto de leer. Movemos los objetos de lugar para refrescarnos la vista. Llamamos a las personas que queremos. Cocinamos. Hacemos algún tipo de deporte estático. Nos duchamos. Leemos. Dormimos. Desempolvamos blogs. Leemos. Dormimos. Meditamos. Bañamos a la mascota. Ordenamos objetos. Recuperamos proyectos inconclusos. Sacudimos un instrumento. Dormimos. Planificamos. Engordamos. Nos ponemos fit. Descubrimos videos interesantes. Nos enganchamos a series. Hacemos scroll más de lo habitual a las redes. Y todo aquello que el tiempo nos lo permita.

Está claro que este es un rosario de actividades para una parte muy reducida de la sociedad. Para la parte más extensa de sociedad guatemalteca (y centroamericana) su racimo de actividades no está tan nutrido.

Los olvidados tienen que hallar maneras distintas para este distanciamiento social.

Alguien me contaba que en la colonia residencial y amurallada donde vive se decidió que tenían prohibida la entrada las trabajadoras domésticas, las que laboran por día en las casas de clase media. Es decir, si ellas no están en el mapa asistencialista del gobierno —caja de abarrotes o Q1,000— no tendrán ni ayuda pública, ni ingresos por su trabajo y no es difícil imaginar que tampoco oportunidad de créditos bancarios.

En esta emergencia se acepta el confinamiento y el distanciamiento social. Es un esfuerzo colectivo para prevenir una tragedia mayúscula; sin embargo, que no se escape de las ventanas por donde vemos cómo el mundo se detuvo, que el mundo de muchas personas no solo se detuvo, también se derrumba.

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