Cama 275
Cama y sábana del Seguro Social en la zona 9. (Foto tomada del archivo de elPeriódico) |
En el hospital, el tiempo no transcurre igual. Por momentos, se detiene. A veces, también mete el acelerador y camina sin dejar rastro.
En el hospital, la Muerte aguarda paciente en las sillas de los pasillos. Pide suero para aguantar despierta la noche y bebe café hecho en las viejas cafeteras industriales que producen litros de líquido que sirve para amortiguar, como placebo, el dolor de los medicamentos que reciben los huéspedes habituales.
En el hospital, no hay día, ni noche. La luz artificial confunde los débiles rayos que atraviesan las cortinas de las habitaciones. Esas viejas cortinas doradas por el polvo y decrépitas por el sol. Ventanas que son cuadros de luz, y nada más.
En el hospital, no hay distinción. Quienes entran son despojados de sus ropas y asisten a los quirófanos desnudos. Con la mirada curtida por el dolor. Sin teléfonos inteligentes, ni relojes caros. Desnudos, se enfrentan en ese pequeño lapso que separa la vida de la muerte. En posición horizontal son obligados a que otras personas, quizá ladinos, quizá indígenas, quizá de origen más humilde, quizá ricos, quizá mujeres, quizá hombres, quizá sus propios enemigos, hagan laboratorio con su cuerpo para terminar con el dolor.
En el hospital, los aposentos están uniformados. Azul, verde, rosado. Las paredes guardan en sus memorias historias de dolor y muerte. Cansadas, resisten los gritos desgarradores de las afecciones. Virus, cáncer, infecciones, tumores, lágrimas. En cada habitación se liquidan batallas vitales.
En el hospital, existe una rara camaradería. Convalecientes dispuestos a ofrecer restos de su vigor. Acompañar soledades y servir de patrulla protectora de los menos afortunados. Una extraña maquinaria de solidaridad duerme en fila, cama a cama, jeringa a jeringa. Sábanas lavadas millones de veces protegen los cuerpos cansados y mutilados, mientras la luz mortecina acompaña la serenata de aparatos respiratorios. Respiraciones que juegan con las sales en las mascarillas de oxígeno.
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Cirugía para hombres 3. Cama 275. Ese era yo. Perdí mi nombre, entre papeles y recetas.
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Entre los cambios de pacientes, los enfermeros acostumbran mantener en mente los espacios y las recomendaciones médicas. "A las 8 toca pastilla en la 260 y 269". "Mañana hay salida en la 279 y 268". "Aplicar una dosis más al 275, a las 8 y 12 de la noche". Todo estaba escrito en papeles que iban cambiando de mano en cada turno.
Los pacientes. Ellos sí que se conocen bien. Los que pueden y tienen lucidez para pasar las horas, claro está. El 276, por ejemplo, lleva el control de cada huésped del pabellón de hombres, Cirugía 3. Cuenta del caso de don Rafita, anciano de ochenta y tantos años, terco como una mula. Cuando piensa que nadie lo ve, intenta bajarse de la cama y, en su mente, escapar del lugar. Odia que le den comida en la boca y solo está feliz cuando llega su doctor a remover las nauseabundas gasas de su vetusto cuerpo.
O, Julio, un profesor de inglés con porte de soldado. Vigilante del anciano y velador de su siniestra. Era el contador de historias. Tenía respuestas a cada inquietud. Por momentos se detenía a acomodarse el cáteter de su cuello. "Los médicos creen que tengo un tumor en el cerebro. Me dan medicamento para calmar los fuertes dolores", dice interrumpiendo su relato. Según él, fueron extraterrestres quienes edificaron las ciudades en Tikal, Egipto y Camboya.
- Ustedes saben que en Palenque existe una tumba a treinta metros bajo tierra. El rey que está enterrado con sus tesoros tiene una pesada lápida de 9 toneladas. ¿Qué ser humano puede transportar 9 mil kilogramos? ¿Y hace mil años?. Esos fueron extraterrestres. Seres de otros planetas vinieron a sembrar civilización y quizá, los mismos seres humanos los alejaron.
- En Perú, se habla de "un gran pájaro metálico" que selló las rendijas de las piedras que formaron los templos. Esos eran naves que en estos tiempos nos es difícil comprender.
Horas y horas. Julio, con la mirada inexpresiva y sin mayores sobresaltos que el dolor de su cuello, aseguraba que los libros que había leído en su vida le habían confirmado sus teorías.
Sobre la viga de cemento, pegada al muro azul, una moderna televisor mostraba Los expedientes secretos X, que servían de inspiración a Julio.
- Usted sabe de lo que estoy hablando -. Me decía el profesor esperando una aprobación con la mirada.
A la par de mi cama. Un hombre, cuyo nombre no recuerdo, cavilaba con su mirada fija en el techo polvoriento. Manos a los costados empuñaba el colchón de sábanas rayadas verdes. Sus pies semi inclinados tiritaban. Su rostro se arrugaba con cada impulso. Al notar mi presencia dijo, sin quitar su mirada del techo. - "¿siente sus piernas?".
Le ofrecí ayuda, sin éxito. Él insistió con el interrogatorio sin esperar respuesta.
- "¿En qué momento deja uno de ser útil? ¿de qué sirve todo lo que uno ha aprendido, lo que uno ha dominado o creído que ha dominado. A dónde se van las capacidades que poco a poco ha formado uno a través del tiempo y que somos obligados a desempeñar... con todas nuestras funciones vitales? Tengo miedo, amigo-, dijo y cerró los ojos.
Su miedo fue mío. Por un momento. Sentí su desesperación. Su frustración. El vecino de la Cama 274 tenía quizá cincuenta años. Me acosté, intenté ver hacia donde sus ojos se habían fijado. Solo vi miedo. Sentí escalofríos y cerré los ojos.
En el hospital, se escriben libros que nadie lee. En el hospital, caminan frías las sombras y se pierden entre el alcohol y la sangre. Un pequeño resquicio de esperanza acoge el viento mientras las puertas se cierran... lo mío solo fue el apéndice y estoy vivo. Más que ayer.
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