Independencia le llaman


Arrastre. Golpea. Arrastre. Golpea. El sonido uniforme del zapateo precisan las melodías monótonas y repetitivas de los redoblantes, liras y trompetas. Miradas serias y caras sudadas. En algunos casos, los menudos adolescentes cargan enormes tambores esperando que la partitura les haga entrar en acción y golpear dos o tres veces rompiendo el intervalo de la cadencia militar que identifican los desfiles en estos días.
Independencia le llaman. En ese ambiente, dejando detrás de la cortina el fárrago de lodo sobre las carreteras y personas, el guatemalteco se viste con ese patriotismo -inexplicado- sintiendo por algunas horas la pertenencia cívica de un país.
La banda ameniza el contoneo casi sensual de las muchachas vestidas con minifaldas y y botas cómodas que les permiten zapatear, saltar y bailar durante algunas cuantas horas. Bastones que llevan el ritmo melódico de los tambores y si uno logra fijarse bien, podrá apreciar alguna leve sonrisa que se le escape a una simpática batonista.
Independencia le llaman. El público se convierte en un reverente expectador del paso marcial que se vislumbra en los elegantes trajes de la patojada.
Cuesta imaginarse una definición más o menos homogénea de lo que algunos llaman Independencia; palabras más, palabras menos, va (des)dibujándose un concepto, que 189 años después, es más bien una forma de identidad y nacionalismo simbólico.
Recuerdo que durante toda la primaria era casi obligado a llevar un pabellón en un recorrido de casi dos kilómetros. El asfalto caliente, mocasinas apretadas y unos pañuelos blancos que hacían resbalar el asta de pino desgastado. El desfile, durante la primaria, para mí era un suplicio que terminaba con dolor de cadera. Había que posar para la foto y llevar un paso ceremonial.
Desfilé quizá unos seis años. Juré a la bandera unos diez años. Canté el himno nacional, unos 18 años. Y aunque en mis veintitantos aún no he visto en carne y hueso un bendito quetzal, juro que mi identidad como guatemalteco no termina de moldearse con el simple hecho de ponerme la mano derecha a la altura del pecho y silenciarme al escuchar las primeras notas de la composición de José Joaquín Palma.
El otro día leía el documento original del Acta de Independencia que suscribieron en 1821 y en ninguna oración o párrafo, encontré la palabra "libertad" y no creo que la hayan pensado en ese momento. Ocho letras que se confunden con la independencia y que son vilipendiadas por quienes dicen ser los dirigentes de esta cada vez deslucida fiesta patria.
El desfile termina de pasar y tras este grupo viene otro, cuya armonía sube de tono y la banda trae un sabor más tropical. Su base es cumbia, y me gusta más.

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