De motos y una lágrima


Después de casi tres años decidí de nuevo comprar una moto. Aún la estoy pagando, pero sus resultados comienzan a verse: gasto menos, viajo más rápido y puedo estacionarla donde sea sin el estrés de andar taloneando un maldito espacio en los estacionamientos. Todo bien. Aunque no he olvidado los golpes que me dejó mi anterior caballo metálico y el casco aún tiene los raspones de las caídas no muy agradables que tuve, hay cierta tranquilidad en mi movilidad por la ciudad. Hasta el olor a humo es tolerable. No me enoja incluso soportar a los conductores infelices que se sienten superiores con sus cacharros y me cierran el espacio para no poder pasar. Es cierto que viajar en moto por la ciudad es síntoma de valentía y muchos me dicen que he cometido el peor error de mi vida al montarme nuevamente en esos vehículos, me consuelo al pensar que si tengo predestinado meterme un morongazo en el tráfico, no está de más apresurar el momento.

Las motos son livianas y lo llevan a donde uno quiera. He de decir que mi seca no es lujosa o de motor gigante, por el contrario es pequeña y cómoda. Se desplaza fácilmente por las caóticas calles y me permite dormir un poco más de tiempo por las mañanas porque sé que aunque haya tráfico endemoniado podré llegar a tiempo a donde vaya. Todo privilegio tiene su costo y en este caso sea quizá la vulnerabilidad del motorista.

Pero no quiero hablar tanto de la moto, sino lo que ocurrió el otro día en ella. Resulta que viajaba por la Carretera al Atlántico, y aunque el día era soleado, se tropezó una pequeña gota en mis anteojos. No podía soltar el timón y removerla porque sabía que era peor si la regaba, así que decidí dejarla posar en el aro derecho. La gota no se movía, y en la ausencia de entretemiento decidí hacer un soliloquio con la gota.

La gota no quiso responder, se creía muda. –¿de dónde vienes gota?, le dije. El cielo estaba despejado así que era imposible que fuese una gota de lluvia. Inteté recordar si había pasado un charco, pero el asfalto estaba seco y ardiente. –¿de dónde vienes gota?, le dije. Hasta imaginé que se trataba de mi propio sudor, pero el casco impedía que los líquidos corporales llegaran hasta mis anteojos.

Me comenzó a incomodar su silencio, quizá sea una secreción venida de otro vehículo, pero hacía mucho que no habían carros cerca de la carretera. Después de un silencio de varios kilómetros, entendí que las lágrimas no hablan. Y la dejé reposar hasta que se desvaneció. El viento que sopla viajando en la moto consumió la pequeña gota que en otro momento quizá no la hubiera entendido.

Comentarios

Lucy Chau dijo…
maravilloso, me encanta tu prosa poética.

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