De motos y una lágrima
Después de casi tres años decidí de nuevo comprar una moto. Aún la estoy pagando, pero sus resultados comienzan a verse: gasto menos, viajo más rápido y puedo estacionarla donde sea sin el estrés de andar taloneando un maldito espacio en los estacionamientos. Todo bien. Aunque no he olvidado los golpes que me dejó mi anterior caballo metálico y el casco aún tiene los raspones de las caídas no muy agradables que tuve, hay cierta tranquilidad en mi movilidad por la ciudad. Hasta el olor a humo es tolerable. No me enoja incluso soportar a los conductores infelices que se sienten superiores con sus cacharros y me cierran el espacio para no poder pasar. Es cierto que viajar en moto por la ciudad es síntoma de valentía y muchos me dicen que he cometido el peor error de mi vida al montarme nuevamente en esos vehículos, me consuelo al pensar que si tengo predestinado meterme un morongazo en el tráfico, no está de más apresurar el momento. Las motos son livianas y lo llevan a donde uno quiera.