Aquella vieja barba y las moscas sobre el desayuno

Templo de La Recolección en la zona 1 capitalina.*

Un anciano, a quien solía visitar en una de las calles del barrio de La Recolección, cuando con los compañeros del Adrián Zapata intentábamos buscar amoríos con las chicas del Inca --nunca fui bueno ligando, quizá por eso busqué otros pasatiempos, como hacer amigos en la calle-, pues decía que ese anciano, Javier se llamaba, aunque le gustaba que le dijeran don Piloy, cada vez que me veía me regañaba como si fuera su nieto o algo parecido.

- "Ah, patojo más huevón. Si no estudiás, te aparto un espacio al lado de mi banqueta"--fue lo primero que me dijo.

La verdad, y aunque sin jactarme, siempre tuve buenas calificaciones, frecuentaba las visitas con don Piloy, porque me parecía un tipo sabio y con muchas historias en su vida.

Canoso y mal hablado. Por su barba se deslizaban cabellos descoloridos que ocultaban una sonrisa incompleta. Creo que se sentía cómodo con mis visitas, aunque siempre decía cosas como "en la escuela deberías estar patojo pisado".

- ¿No te da miedo estar aquí? ¿No te da vergüenza que te vean los demás que vienen con vos? --me preguntaba.

Don Piloy tenía una maña y es que cuando salía un tema a colación se apoderaba del tiempo y mencionaba alguna anécdota de su vida. No sé, quizá tenía unos 75 años o así. Siempre lo vi con la misma ropa. Solo cuando había calor se quitaba una pesada gabardina donde guardaba trozos de pan, cuquitos y una vieja libreta donde anotaba cosas y dibujaba cosas.

Un día. Era viernes. El profesor que impartía el curso de Artes Plásticas no llegó al instituto y nos dejaron el último período libre. Llegué temprano con don Piloy, me había prometido contar "una historia importante".

Así fue. Llegué temprano y me senté a su lado. Era un callejón donde había árboles en las banquetas. Pocos vehículos circulaban por esa calle.

Don Piloy estaba sentado. Había mendigado monedas durante la mañana y consiguió la mitad de un desayuno que era invadido por moscas a un costado de su gabardina. Tenía su libreta en la mano que ocultaba con los dedos. Había detrás de él una bolsa negra y otra pequeña de colores. Creo que allí guardaba dos piezas más de ropa para cuando tenía la oportunidad de ducharse en alguna casa hogar o en algún parque.

- Sentate, mano --me dijo y comenzó su historia importante.

- ¿Te creés una buena persona? -dijo-, las buenas personas no existen. Las buenas personas nunca llegan a serlo. Nacen buenos, se crían mejores pero cuando crecen y la ambición se apodera de ellos, como moscas en la comida -miró el resto de su desayuno y ahuyentó los insectos-, entonces es cuando se vuelven malos.

Tomó lo poco que le quedaba de agua en bolsa. La arrugó y la lanzó con fracaso hacia un bote plástico de basura que estaba puesto en la calle.

- Yo fui ingeniero me dijo-, me miró pensando que me reiría o algo parecido. La verdad no me sorprendió. Siempre he creído que alguien puede ser cualquier cosa en su vida. ¿Por qué no podría haberlo sido? Me dije.

- Trabajé en la antigua estación de trenes en Izabal. Allá, mano, trabajábamos como negros, y te lo digo en serio. El Sol y el calor nos ponía la piel dura y ceniza. En los tiempos en que nos dejaban refaccionar y comer, más de alguno se escapaba a la tienda a comprar una cerveza bien fría. A mí me ha parecido una estupidez beber alcohol --tomó un viejo trapo que estaba sobre la gabardina y se sonó la nariz-, si algún día me muero, será por todo, menos por alcohol --dijo, mientras volvió a colocar el trapo sobre la gabardina-.

- ¿Es verdad eso, usted? -- pregunté.

- Ya comenzás a pensar que soy pajero --contestó.

- Esto te lo cuento -siguió-, porque me caés bien. Y porque vos sos aún una buena persona. Cuando te pongás más viejo serás un pendejo como la mayoría de la gente que camina por esta calle. Caminan con sus ropas limpias, zapatos lustrados. Algunas hasta usan corbatas, pero por dentro tienen el alma podrida. Algunos pasan con sus esposas de la mano, y al rato allá -señaló con la mano izquierda-, cerca de aquellos árboles se les ve trincándose a otras viejas, y aquí entre nos, más feas que balacera en la Terminal a la media noche. Pero no me hagás decir pendejadas. Te decía que cuando se acabó mi vida útil y por mi edad me echaron del trabajo que tenía, nadie me contrató --hizo una pausa, prolongada.

Yo tenía que irme. Había pasado quizá una hora o dos, lo sabía porque tenía hambre. Pero, la historia me interesaba. Conocía más y mejor al viejo sucio cuya barba me parecía más a la de un viejo sabio que a la de un mendigo. Parecía un caballero con traje sucio y sin planchar. Nada más.

- Nadie me contrató. Pasé días duros. Mis tres hijos ya habían salido de la Universidad y cada uno emprendió camino. Se vinieron a la capital. Dos se casaron y uno, para entonces, solo tenía una su traida en Ciudad Nueva. Aquí cerca -dijo, señalando hacia la dirección de la zona 2.

- Un día, me vine -dijo.

Ahora que recuerdo, nunca habló de su mujer. Entendí, creo y por la forma de expresarse, que se había muerto. Además, porque si lo hubiera dejado o algo parecido, hubiera hecho algún comentario. La ausencia de ese recuerdo parecía más un respeto sepulcral hacia esa persona.

Contó que viajó en un picop de alguien que comerciaba con frutas en la capital. Le cobró la mitad de lo que cobraría un autobús extraurbano. Visitó a cada hijo y dos de los tres rechazaron darle habitación para hospedarse mientras conseguía empleo.

El tercero aceptó. Al cabo de dos años, se casó y llevó a su mujer al apartamento que rentaba en la zona 11.

- Me echó de su casa. No hay dolor más perro que ser rechazado por sus propios hijos - dijo y suspiró.

A lo lejos vi que sus ojos se cristalizaron. Suspiró de nuevo. Alejó las moscas que buscaban los restos de desayuno que para entonces se había convertido en su almuerzo.

- ¿Vos creés que sos mejor que el resto de las personas?

- No -le dije.

La verdad, para entonces no me había preguntado algo así. Ni siquiera era capaz de diferenciarme entre los compañeros de clase. Para mí, toda la gente del segundo básico era igual que yo. Apenas y sentía diferencia entre la gente "grande" y la gente "pequeña".

Don Piloy siguió sentado. Tenía una camisa gris con líneas negras que apenas se distinguían. Unos anteojos de carey doblados en la bolsa izquierda de la camisa. Movía los dedos que se balanceaban en sus manos puestas sobre las rodillas. Hacía Sol y ya no había sombra del lado de la banqueta donde estábamos sentados.

La historia había empezado a no gustarme.

Solo dijo algunas cosas más, como que después de que lo echaron sus hijos, jamás buscó acercarse a ellos. Un dejo de tristeza y desilusión había invadido su vida y prefirió la calle y vivir en ella a piedad de los transeúntes que mendigar comida a quienes, según él, había pagado sus estudios y lo que lograron ser.

Al final de ese día. Viernes, creo que les había dicho. Anotó algunas cosas en su libreta. Apenas alcancé lo que había escrito. Aunque ya eran las últimas hojas, recuerdo.

Me despedí. Le di las gracias por haberme contado su historia. Me dispensé por irme así, sin conocer el final. Deduje que desde entonces estaba merodeando por el barrio La Recolección, lugar donde casualmente me acabo de mudar hace unos meses.

Dejé de visitar a don Piloy. Las tareas y otras cosas que se fueron acumulando en el camino, me impidió visitarlo.

Un día, fui de nuevo con la gente del segundo básico a buscar chicas al Inca. Como siempre, mi suerte no fue de la mejor y caminé hacia el callejón donde rondaba el viejo. No lo vi. La verdad, jamás lo volví a ver. Me dio pena no haberme despedido.

Quizá murió solo. Me imaginé que un día, de aquellas noches frías de invierno lo encontraron acurrucado frente al portón de madera deslucida donde solía dormir. Aferrado a su gabardina y anotando alguna que otra genialidad en su libreta. Me hubiera gustado leer qué era lo que con tanto ahínco escribía con un Bic negro.

* Imagen tomada de Skyscrapercity.com

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